domingo, 19 de octubre de 2008

¿Quién era Milton Friedman? / Paul Krugman*

La historia del pensamiento económico en el siglo XX es algo parecida a la del cristianismo en el XVI. Hasta que John Maynard Keynes publicó su Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero en 1936, la ciencia económica -al menos en el mundo anglosajón- estaba completamente dominada por la ortodoxia del libre mercado. De vez en cuando surgían herejías, pero siempre se suprimían.

La economía clásica, escribía Keynes en 1936, "conquistó Inglaterra tan completamente como la Santa Inquisición conquistó España". Y la economía clásica decía que la respuesta a casi todos los problemas era dejar que las fuerzas de la oferta y la demanda hicieran su trabajo.

Pero la economía clásica no ofrecía ni explicaciones ni soluciones para la Gran Depresión. Hacia mediados de la década de 1930, los retos a la ortodoxia ya no podían contenerse. Keynes desempeñó la función de Martín Lutero, al proporcionar el rigor intelectual necesario para hacer la herejía respetable. Aunque Keynes no era ni mucho menos de izquierdas -vino a salvar el capitalismo, no a enterrarlo-, su teoría afirmaba que no se podía esperar que los mercados libres proporcionaran pleno empleo, y estableció una nueva base para la intervención estatal a gran escala en la economía.

El keynesianismo constituyó una gran reforma del pensamiento económico. Inevitablemente, le siguió una contrarreforma. Diversos economistas desempeñaron un papel importante en la gran recuperación de la economía clásica entre los años 1950 y 2000, pero ninguno fue tan influyente como Milton Friedman. Si Keynes era Lutero, Friedman era Ignacio de Loyola, el fundador de los jesuitas. Y al igual que los jesuitas, los seguidores de Friedman han actuado como una especie de disciplinado ejército de fieles y provocado una amplia, pero incompleta, retirada de la herejía keynesiana. A finales de siglo, la economía clásica había recuperado buena parte de su anterior hegemonía, aunque ni mucho menos toda, y a Friedman le corresponde buena parte del mérito.

No quiero llevar demasiado lejos la analogía religiosa. La teoría económica aspira al menos a ser ciencia, no teología; se ocupa de la tierra, no del cielo. La teoría keynesiana se impuso en un principio porque era mucho mejor que la ortodoxia clásica a la hora de dar sentido al mundo que nos rodea, y la crítica de Friedman a Keynes adquirió tanta influencia porque supo detectar los puntos débiles del keynesianismo. Y sólo a modo de aclaración: aunque este artículo sostiene que Friedman estaba equivocado en algunos aspectos, y a veces parecía poco sincero con sus lectores, le considero un gran economista y un gran hombre.

Milton Friedman desempeñó tres funciones en la vida intelectual del siglo XX. Estaba el Friedman economista de economistas, que escribía análisis técnicos, más o menos apolíticos, sobre el comportamiento de los consumidores y la inflación. Estaba el Friedman emprendedor político, que pasó décadas haciendo campaña en nombre de la política conocida como monetarismo y que acabó viendo cómo la Reserva Federal y el Banco de Inglaterra adoptaban su doctrina a finales de la década de 1970, sólo para abandonarla por inviable unos años más tarde. Por último, estaba el Friedman ideólogo, el gran divulgador de la doctrina del libre mercado.

¿Desempeñó el mismo hombre todas estas funciones? Sí y no. Las tres estaban guiadas por la fe de Friedman en las verdades clásicas de la economía del libre mercado. Además, su eficacia como divulgador y propagandista descansaba en parte en su merecida fama de profundo economista teórico. Pero hay una diferencia importante entre el rigor de su obra como economista profesional y la lógica más laxa y a veces cuestionable de sus pronunciamientos como intelectual público. Mientras que la obra teórica de Friedman es universalmente admirada por los economistas profesionales, hay mucha más ambivalencia respecto a sus pronunciamientos políticos y en especial su trabajo divulgativo. Y debe decirse que hay serias dudas respecto a su honradez intelectual cuando se dirigía a la masa de ciudadanos.

Pero dejemos de lado por el momento el material cuestionable y hablemos de Friedman en cuanto teórico económico. Durante la mayor parte de los dos siglos pasados, el pensamiento económico estuvo dominado por el concepto del Homo economicus. El hipotético Hombre Económico sabe lo que quiere; sus preferencias pueden expresarse matemáticamente mediante una función de utilidad, y sus decisiones están guiadas por cálculos racionales acerca de cómo maximizar esa función: ya sean los consumidores al decidir entre cereales normales o cereales integrales para el desayuno, o los inversores que deciden entre acciones y bonos, se supone que esas decisiones se basan en comparaciones de la utilidad marginal, o del beneficio añadido que el comprador obtendría al adquirir una pequeña cantidad de las alternativas disponibles.

Es fácil burlarse de este cuento. Nadie, ni siquiera los economistas ganadores del Premio Nobel, toma las decisiones de ese modo. Pero la mayoría de los economistas, yo incluido, consideramos útil al Hombre Económico, quedando entendido que se trata de una representación idealizada de lo que realmente pensamos que ocurre. Las personas tienen preferencias, incluso si esas preferencias no pueden expresarse realmente mediante una función de utilidad precisa; por lo general toman decisiones sensatas, aunque no maximicen literalmente la utilidad. Uno podría preguntarse por qué no representar a las personas como realmente son. La respuesta es que la abstracción, la simplificación estratégica, es el único modo de que podamos imponer cierto orden intelectual en la complejidad de la vida económica. Y la suposición del comportamiento racional es una simplificación especialmente fructífera.

La cuestión, sin embargo, es hasta dónde se puede llevar. Keynes no atacó de lleno al Hombre Económico, pero a menudo recurría a teorías psicológicas verosímiles y no a un cuidadoso análisis de qué haría una persona que tomara decisiones racionales. Las decisiones empresariales estaban guiadas por impulsos viscerales (animal spirits); las decisiones de consumo, por una tendencia psicológica a gastar parte, pero no la totalidad, de un aumento de la renta; los acuerdos salariales, por un sentido de la equidad, y así sucesivamente.

¿Pero era realmente una buena idea reducir tanto la función del Hombre Económico? No, decía Friedman, que en un artículo de 1953 titulado The methodology of positive economics [La metodología de la economía positiva] sostenía que las teorías económicas no deberían juzgase por su realismo psicológico, sino por su capacidad para predecir el comportamiento. Y los dos mayores triunfos de Friedman como economista teórico procedieron de aplicar la hipótesis del comportamiento racional a cuestiones que otros economistas habían considerado fuera del alcance de dicha hipótesis.

En un libro de 1957 titulado Una teoría de la función del consumo -no exactamente un título que agradara a las masas, pero sí un tema importante-, Friedman sostenía que el mejor modo de entender el ahorro y el gasto no es, como había hecho Keynes, recurrir a una teorización psicológica laxa, sino, por el contrario, pensar que los individuos hacen planes racionales sobre cómo gastar su riqueza a lo largo de la vida. Ésta no era necesariamente una idea antikeynesiana; de hecho, el gran economista keynesiano Franco Modigliani planteó de manera simultánea e independiente el mismo argumento, incluso con más cuidado, al considerar el comportamiento racional, en colaboración con Albert Ando. Pero sí señalaba un retorno a los modos de pensar clásicos, y funcionaba. Los detalles son un poco técnicos, pero la "hipótesis de la renta permanente" planteada por Friedman y el "modelo del ciclo vital" de Ando y Modigliani resolvían varias paradojas aparentes sobre la relación entre renta y gasto, y todavía hoy siguen constituyendo las bases de cómo estudian los economistas el gasto y el ahorro.

El trabajo sobre el comportamiento de los consumidores habría forjado por sí solo la fama académica de Friedman. Sin embargo, obtuvo un triunfo al aplicar la teoría del Hombre Económico a la inflación. En 1958, el economista neozelandés A. W. Phillips señalaba que existía una correlación histórica entre el desempleo y la inflación, de modo que la inflación iba asociada a un bajo desempleo y viceversa. Durante un tiempo, los economistas trataron esta correlación como si fuera una relación fiable y estable. Esto provocó un debate serio sobre qué punto de la curva de Phillips debería escoger el Gobierno. ¿Debería Estados Unidos, por ejemplo, aceptar una tasa de inflación más alta para alcanzar una tasa de desempleo más baja?

En 1967, sin embargo, Friedman pronunciaba ante la Asociación Económica Estadounidense una conferencia presidencial en la que sostenía que la correlación entre inflación y desempleo, aun siendo visible en los datos, no representaba una verdadera compensación, al menos no a largo plazo. "Siempre hay", decía, "una compensación temporal entre inflación y desempleo; no hay una compensación permanente". En otras palabras, si los políticos intentaran mantener el desempleo bajo mediante una política de generar mayor inflación, sólo conseguirían un éxito temporal. Según Friedman, el desempleo acabaría por aumentar de nuevo, incluso con una inflación elevada. En otras palabras, la economía sufriría la situación que Paul Samuelson más tarde denominaría "estanflación".

¿Cómo llegó Friedman a esta conclusión? (Edmund S. Phelps, premio Nobel de Economía de este año, había llegado de manera simultánea e independiente al mismo resultado). Como en el caso de su trabajo sobre el comportamiento de los consumidores, Friedman aplicó la idea del comportamiento racional. Sostenía que después de un periodo de inflación sostenido, las personas introducirían las expectativas de inflación futura en sus decisiones, lo cual anularía cualquier efecto positivo de la inflación sobre el empleo. Por ejemplo, una de las razones por las que la inflación puede aumentar el empleo es que contratar a más trabajadores se vuelve más rentable cuando los precios suben más que los salarios. Pero en cuanto los trabajadores comprenden que el poder de adquisición de sus salarios se verá erosionado por la inflación, exigen por adelantado acuerdos de subida salarial más elevados, para que los salarios alcancen el mismo nivel que los precios. En consecuencia, cuando la inflación se mantiene durante un tiempo, ya no proporciona el mismo impulso al empleo que al principio. De hecho, se producirá un aumento del desempleo si la inflación no cumple las expectativas.

En el momento en que Friedman y Phelps propusieron sus ideas, Estados Unidos tenía poca experiencia con la inflación sostenida. De modo que ésta fue verdaderamente una predicción, en lugar de un intento de explicar el pasado. Sin embargo, en la década de 1970, la inflación persistente puso a prueba la hipótesis de Friedman-Phelps. Sin duda, la correlación histórica entre inflación y desempleo se rompió exactamente como Friedman y Phelps habían predicho: en la década de 1970, mientras la tasa de inflación superaba el 10%, la tasa de desempleo era tan elevada o más que en las décadas de 1950 y 1960, unos años de precios estables. Al fin la inflación se controló en la década de 1980, pero sólo después de un doloroso periodo de desempleo extremadamente elevado, el peor desde la Gran Depresión.

Al predecir el fenómeno de la estanflación, Friedman y Phelps alcanzaron uno de los grandes triunfos de la economía de posguerra. Este triunfo, más que ninguna otra cosa, confirmó a Milton Friedman en su categoría de grande entre los economistas, independientemente de lo que pudiera pensarse de sus demás funciones.

Una interesante anotación: aunque avanzó mucho en la aplicación del concepto de racionalidad individual a la macroeconomía, también sabía dónde parar. En la década de 1970, algunos economistas llevaron más lejos aún el análisis de Friedman, llegando a sostener que no hay una compensación útil entre inflación y desempleo ni siquiera a corto plazo, porque los ciudadanos anticiparán las acciones del Gobierno y aplicarán esa anticipación, así como la experiencia pasada, al establecimiento de precios y a las negociaciones salariales. Esta doctrina, conocida como las "expectativas racionales", se extendió por buena parte de la economía académica. Pero Friedman nunca la aceptó. Su sentido de la realidad le advertía de que esto era llevar demasiado lejos la idea del Homo economicus. Y así se demostró: la conferencia pronunciada por Friedman en 1967 ha superado la prueba del tiempo, mientras que las opiniones más extremas propuestas por los teóricos de las expectativas racionales en los años setenta y ochenta no la han superado.

"A Milton todo le recuerda la oferta monetaria. Bien, a mí todo me recuerda el sexo, pero no lo pongo por escrito", escribía en 1966 Robert Solow, del MIT. Durante décadas, la imagen pública y la fama de Milton Friedman se definieron en gran medida por sus pronunciamientos sobre la política monetaria y su creación de la doctrina conocida como monetarismo. Sorprende darse cuenta, por tanto, de que el monetarismo se considera en gran medida un fracaso, y que parte de lo dicho por Friedman sobre el dinero y la política monetaria -al contrario que lo que dijo acerca del consumo y la inflación- parece haber sido engañoso, y quizá de manera deliberada.

Para comprender de qué trataba el monetarismo, lo primero que hay que saber es que la palabra dinero no significa exactamente lo mismo en economía que en el lenguaje común. Cuando los economistas hablan de oferta monetaria

[en inglés, money supply, oferta de dinero] no se refieren a riqueza en el sentido habitual. Sólo se refieren a esas formas de riqueza que pueden usarse de manera más o menos directa para comprar cosas. La moneda -trozos de papel con retratos de presidentes muertos- es dinero, y también los depósitos bancarios contra los que se pueden extender cheques. Pero las acciones, los bonos y los bienes raíces no son dinero, porque hay que convertirlos en efectivo o en depósitos bancarios antes de poder usarlos para hacer compras.

Si la oferta monetaria constara sólo de moneda, estaría bajo el control directo del Gobierno, o más precisamente, de la Reserva Federal, un organismo monetario que, como sus homólogos los bancos centrales de muchos otros países, está institucionalmente un poco separado del Gobierno propiamente dicho. El hecho de que la oferta de dinero incluya también los depósitos bancarios complica un poco la realidad. El banco central sólo tiene control directo sobre la base monetaria -la suma de moneda en circulación, la moneda que los bancos tienen en sus cámaras acorazadas y los depósitos que los bancos guardan en la Reserva Federal-, pero no sobre los depósitos que los ciudadanos tienen en los bancos. En circunstancias normales, sin embargo, el control directo de la Reserva Federal sobre la base monetaria basta para darle también un control efectivo sobre la oferta monetaria total.

Antes de Keynes, los economistas consideraban la oferta monetaria una herramienta primordial de la gestión económica. Pero él sostenía que en condiciones de depresión, cuando los tipos de interés son muy bajos, los cambios en la oferta monetaria tienen pocas consecuencias sobre la economía. La lógica era la siguiente: cuando los tipos de interés son del 4% o del 5%, nadie quiere que su dinero quede ocioso. Pero en una situación como la de 1935, cuando el tipo de interés de las letras del Tesoro a tres meses era sólo del 0,14%, hay muy poco incentivo para asumir el riesgo de poner el dinero a trabajar. El banco central podría tratar de estimular la economía acuñando grandes cantidades de moneda adicional; pero si el tipo de interés es ya muy bajo, es probable que el efectivo adicional languidezca en las cámaras acorazadas de los bancos o debajo de los colchones. En consecuencia, Keynes sostenía que la política monetaria, un cambio en la oferta de dinero circulante para gestionar la economía, sería ineficaz. Y por eso, él y sus seguidores creían que hacía falta una política presupuestaria -en especial un aumento del gasto público- para sacar a los países de la Gran Depresión.

¿Por qué es esto importante? La política monetaria es una forma de intervención pública en la economía altamente tecnocrática y en gran medida apolítica. Si la Reserva Federal decide aumentar la oferta monetaria, todo lo que hace es comprar unos cuantos bonos del Tesoro a bancos privados, y pagar los bonos mediante anotaciones en las cuentas de reserva de esos bancos: en realidad, todo lo que la Reserva Federal tiene que hacer es acuñar un poco más de base monetaria. En cambio, la política presupuestaria supone una participación mucho más profunda del sector público en la economía, a menudo de un modo cargado de ideología: si los políticos deciden usar las obras públicas para promover el empleo, tienen que decidir qué construir y dónde. Por tanto, los economistas con una inclinación al libre mercado tienden a querer creer que la política monetaria es todo lo que hace falta; los que desean un sector público más activo tienden a creer que la política presupuestaria es esencial.

El pensamiento económico tras el triunfo de la revolución keynesiana -como se refleja, por ejemplo, en las primeras ediciones del libro de texto clásico de Paul Samuelson- daba prioridad a la política presupuestaria, mientras que la política monetaria quedaba relegada a los márgenes. Como Friedman decía en la conferencia pronunciada en 1967 ante la Asociación Económica Estadounidense:

"La amplia aceptación de las opiniones entre los profesionales de la economía ha hecho que durante dos décadas, prácticamente todos menos unos cuantos reaccionarios pensaran que los nuevos conocimientos económicos habían vuelto obsoleta la política monetaria. El dinero no importaba".

Aunque esto tal vez fuese una exageración, la política monetaria no estuvo muy bien considerada en las décadas de 1940 y 1950. Friedman, sin embargo, hizo una cruzada a favor de la propuesta de que el dinero también importaba, la cual culminó con la publicación en 1963 de A monetary history of the United States, 1867-1960, en colaboración con Anna Schwartz

Aunque A monetary history of the United States es una gran obra de extraordinaria erudición, que abarca un siglo de desarrollos monetarios, su análisis más influyente y controvertido fue el relativo a la Gran Depresión. Friedman y Schwartz afirmaban que habían refutado el pesimismo de Keynes acerca de la eficacia de la política monetaria en condiciones de depresión. "La contracción" de la economía, declaraban, "es de hecho un trágico testimonio de la importancia de las fuerzas monetarias".

¿Pero qué querían decir con eso? Desde el principio, la posición de Friedman y Schwartz parecía un poco escurridiza. Y con el tiempo, la presentación que Friedman hacía de la historia se hizo más grosera, no más sutil, y acabó pareciendo -no hay otra forma de decirlo- intelectualmente corrupta.

Al interpretar los orígenes de la Gran Depresión es crucial distinguir entre la base monetaria (dinero más reservas bancarias), que la Reserva Federal controla directamente, y la oferta monetaria (dinero más depósitos bancarios). La base monetaria aumentó durante los primeros años de la Gran Depresión, subiendo de una media de 6.050 millones de dólares en 1929 a una media de 7.020 millones en 1933. Pero la oferta monetaria cayó drásticamente, de 26.600 millones a 19.900 millones de dólares. Esta divergencia reflejaba principalmente las consecuencias de la oleada de quiebras bancarias de 1930-1931: a medida que los ciudadanos perdían la fe en los bancos, empezaron a guardar su riqueza en efectivo y no en depósitos bancarios, y los bancos que sobrevivieron empezaron a tener grandes cantidades de efectivo a mano en lugar de prestarlo, para evitar el peligro de un pánico bancario. La consecuencia fue que se hacían muchos menos préstamos y, por tanto, muchos menos gastos de los que habría habido si los ciudadanos hubieran seguido depositando el efectivo en los bancos, y los bancos hubieran seguido prestando los depósitos a las empresas. Y dado que el desplome del gasto fue la causa próxima de la depresión, el deseo repentino tanto por parte de los individuos como de los bancos de poseer más efectivo empeoró sin duda la recesión.

Friedman y Schwartz sostenían que la caída de la oferta monetaria había convertido lo que podría haber sido una recesión ordinaria en una depresión catastrófica, un argumento de por sí discutible. Pero incluso poniendo por caso que lo aceptemos, cabe preguntar si puede decirse que la Reserva Federal, que al fin y al cabo aumentó la base monetaria, provocó la caída de la oferta monetaria total. Al menos inicialmente, Friedman y Schwartz no dijeron eso. Lo que dijeron, por el contrario, fue que la Reserva Federal pudo haber prevenido la caída de la oferta monetaria, en especial acudiendo al rescate de los bancos en quiebra durante la crisis de 1930-1931. Si la Reserva Federal se hubiera apresurado a prestar dinero a los bancos en apuros, la oleada de quiebras bancarias podría haberse evitado, y eso a su vez podría haber evitado la decisión de los ciudadanos de guardar el dinero en efectivo en lugar de depositarlo en los bancos, y la preferencia de los bancos supervivientes por acumular los depósitos en sus cámaras acorazadas en lugar de prestar esos fondos. Y esto, a su vez, podría haber evitado lo peor de la depresión.

A este respecto, tal vez sea útil una analogía. Supongamos que se desata una epidemia de gripe, y que análisis posteriores indican que una acción adecuada de los centros de control de enfermedades podrían haber contenido la epidemia. Sería justo culpar a las autoridades públicas de no tomar las medidas adecuadas. Pero sería un exceso decir que el Estado causó la epidemia, o usar el fallo de esos centros para demostrar la superioridad de los mercados libres sobre el sector público.

Pero muchos economistas, y todavía más lectores legos en la materia, han interpretado que la explicación de Friedman y Schwartz significa que de hecho la Reserva Federal causó la Gran Depresión; que la depresión es en cierto sentido una demostración de los males de un Estado excesivamente intervencionista. Y en años posteriores, como he dicho, las afirmaciones de Friedman se volvieron más imprecisas, como si quisiera alimentar esta percepción errónea. En su alocución presidencial de 1967 declaraba que "las autoridades monetarias estadounidenses siguieron políticas altamente deflacionarias", y que la oferta monetaria cayó "porque el Sistema de la Reserva Federal forzó o permitió una reducción aguda de la base monetaria, al no ejercer las responsabilidades que tenía asignadas", una afirmación extraña dado que, como hemos visto, la base monetaria aumentó de hecho mientras la oferta monetaria caía. (Friedman tal vez se refiriese a dos episodios en los que la base monetaria cayó moderadamente por breves periodos, pero aun así su declaración es, como mínimo, muy engañosa).

En 1976, Friedman les decía a los lectores de Newsweek que "la verdad elemental es que la Gran Depresión se produjo por una mala gestión pública", una declaración que seguramente sus lectores interpretaron como que la depresión no se habría producido si el Estado se hubiera mantenido al margen, cuando de hecho lo que Friedman y Schwartz afirmaban era que el sector público debería haberse mostrado más activo, no menos.

¿Por qué los debates históricos sobre la función de la política monetaria en la década de 1930 importaban tanto en la de 1960? En parte porque encajaban en el programa más amplio de Friedman en contra del sector público, del que hablaremos más adelante. Pero la aplicación más directa era su defensa del monetarismo. De acuerdo con esta doctrina, la Reserva Federal debía mantener el crecimiento de la oferta monetaria en una tasa baja y constante, por ejemplo, el 3% anual, y no desviarse de ese objetivo, con independencia de lo que ocurriese en la economía. La idea era poner la política monetaria en piloto automático, eliminando cualquier poder por parte de las autoridades públicas.

El razonamiento de Friedman a favor del monetarismo era en parte económico y en parte político. Sostenía que el crecimiento constante de la oferta monetaria mantendría una economía razonablemente estable. Nunca pretendió que siguiendo esta norma se eliminarían todas las recesiones, pero sí afirmaba que las variaciones en la curva de crecimiento de la economía serían suficientemente pequeñas como para ser tolerables, de ahí la afirmación de que la Gran Depresión no habría ocurrido si la Reserva Federal hubiera seguido una norma monetarista. Y junto a esta fe con reservas en la estabilidad de la economía con un régimen monetario se daba su desprecio sin reservas hacia la capacidad de los directivos de la Reserva Federal para hacerlo mejor si se les daba poder para ello. La demostración de la falta de fiabilidad de la Reserva Federal estaba en el inicio de la Gran Depresión, pero Friedman podía señalar otros muchos ejemplos de políticas que habían salido mal. "Un régimen monetario", escribía en 1972, "aislaría la política monetaria del poder arbitrario de un pequeño grupo de hombres no sujetos al control de los electores, y de las presiones a corto plazo de la política partidista".

El monetarismo fue una fuerza poderosa en el debate económico durante unas tres décadas a partir de que Friedman expusiera por primera vez su doctrina en Un programa de estabilidad monetaria y reforma bancaria, publicado en 1959. Hoy, sin embargo, es una sombra de lo que era, por dos razones principales.

En primer lugar, cuando Estados Unidos y Reino Unido intentaron poner en práctica el monetarismo a finales de los setenta, los resultados fueron decepcionantes: en ambos países, el crecimiento constante de la oferta monetaria no consiguió impedir recesiones graves. La Reserva Federal adoptó oficialmente objetivos monetarios al estilo Friedman en 1979, pero los abandonó de hecho en 1982, cuando la tasa de desempleo superó el 10%. Este abandono se hizo oficial en 1984, y desde entonces la Reserva Federal realiza precisamente el tipo de afinación discrecional que Friedman condenaba. Por ejemplo, en 2001 respondía a la recesión reduciendo los tipos de interés y permitiendo que la oferta monetaria creciese a ritmos que en ocasiones superaban el 10% anual. Cuando se convenció de que la recuperación era sólida, la Reserva Federal cambió el rumbo, subiendo los tipos de interés y permitiendo que el crecimiento de la reserva monetaria cayese a cero.

En segundo lugar, desde comienzos de la década de 1980, la Reserva Federal y sus homólogos de otros países han realizado un trabajo razonablemente bueno, debilitando la imagen que Friedman daba de los banqueros centrales, a los que consideraba chapuceros irredimibles. La inflación se mantiene baja, las recesiones -excepto en Japón, país del que hablaremos enseguida- han sido relativamente breves y leves. Y todo esto ha ocurrido a pesar de las fluctuaciones de la oferta monetaria, que horrorizaban a los monetaristas y que los llevaron -incluso a Friedman- a predecir desastres que no llegaron a materializarse. Como señalaba David Warsh, de The Boston Globe, en 1992, "Friedman despuntó su lanza prediciendo la inflación en la década de 1980, durante la que se equivocó profunda y frecuentemente".

En 2004, el Informe Económico del Presidente, escrito por los muy conservadores economistas del Gobierno de Bush, podía no obstante hacer la altamente antimonetarista declaración de que "una política monetaria audaz", no estable ni constante, sino audaz, "puede reducir la profundidad de una recesión".

Ahora, unas palabras sobre Japón. Durante la década de 1990, Japón experimentó una especie de reproducción a pequeña escala de la Gran Depresión. La tasa de desempleo nunca llegó a los niveles de la Depresión, gracias a un enorme gasto en obras públicas que hizo que cada año Japón, con menos de la mitad de población, vertiese más cemento que Estados Unidos. Pero las condiciones de tipos de interés muy bajos que se dieron en la Gran Depresión reaparecieron con fuerza. Hacia 1998, el tipo del dinero a la vista, los tipos de los préstamos a un día entre bancos, era literalmente cero.

Y en esas condiciones, la política monetaria resultó tan ineficaz como Keynes había afirmado que lo fue en los años treinta. El Banco de Japón, el equivalente japonés a la Reserva Federal, podía aumentar la base monetaria, y lo hizo. Pero los yenes añadidos se guardaban, no se gastaban. Los únicos bienes de consumo duradero que se vendían bien, me dijeron por aquel entonces algunos economistas japoneses, eran las cajas fuertes. De hecho, el Banco de Japón se vio incapaz siquiera de aumentar la oferta monetaria tanto como deseaba. Puso en circulación enormes cantidades de efectivo, pero las medidas más generales de oferta monetaria crecieron muy poco. Por fin, hace dos años, iniciaba una recuperación económica, impulsada por una recuperación de la inversión empresarial para aprovechar las nuevas oportunidades tecnológicas. Pero la política monetaria nunca consiguió arrancar.

En efecto, Japón en los años noventa brindó una nueva oportunidad para poner a prueba las opiniones de Friedman y Keynes respecto a la eficacia de la política monetaria en condiciones de depresión. Y claramente los resultados respaldaban el pesimismo de Keynes y no el optimismo de Friedman.

En 1946, Milton Friedman debutó como divulgador de la economía del libre mercado con un panfleto titulado Roofs or Ceilings: The Current Housing Problema

[Tejados o techos: el actual problema de la vivienda], escrito en colaboración con George J. Stigler, que más tarde se uniría a él en la Universidad de Chicago. El panfleto, un ataque contra el control de los alquileres, que todavía era universal inmediatamente después de la II Guerra Mundial, se publicó en circunstancias bastante extrañas: era una publicación de la Fundación para la Educación Económica, organización que, como Rick Perlstein escribe en Before the Storm (2001), su libro sobre los orígenes del movimiento conservador actual, "difundía un evangelio libertario tan drástico que rondaba el anarquismo". Robert Welch, fundador de la John Birch Society, era miembro de su consejo directivo. Esta primera aventura en la popularización del libre mercado anticipaba de dos maneras el curso de la evolución de Friedman como intelectual público a lo largo de las seis décadas siguientes.

En primer lugar, el panfleto demostraba la especial voluntad de Friedman de llevar las ideas del libre mercado hasta sus límites lógicos. Ni la idea de que los mercados son medios eficientes de asignar bienes escasos ni la propuesta de que los controles de precios crean escaseces e ineficacias eran nuevas. Pero muchos economistas, temiendo la reacción negativa contra una subida repentina de los alquileres (que Friedman y Stigler predecían que sería del 30% para el país en su conjunto), podrían haber propuesto una especie de transición gradual a la liberalización. Friedman y Stigler quitaban hierro a esas preocupaciones.

En décadas posteriores, esta tozudez se convertiría en uno de los sellos característicos de Friedman. Una y otra vez pedía soluciones de mercado a problemas -educación, atención sanitaria, tráfico de drogas ilegales- que en opinión de casi todos los demás exigían una intervención estatal extensa. Algunas de sus ideas han sido objeto de aceptación generalizada, como sustituir las normas rígidas sobre contaminación por un sistema de permisos de contaminación que las empresas pueden comprar y vender. Otras, como los cheques escolares, tienen un amplio respaldo en el movimiento conservador, pero no han avanzado mucho políticamente. Y algunas de sus propuestas, como eliminar los procedimientos de concesión de licencia para los médicos y abolir la Administración de Alimentos y Medicamentos, las consideran estrambóticas incluso la mayoría de los conservadores.

En segundo lugar, el panfleto demostraba lo bueno que Friedman era como divulgador. Está escrito de manera elegante y sagaz. No hay jerga; los argumentos se presentan con ejemplos del mundo real inteligentemente escogidos, desde la rápida recuperación de San Francisco tras el terremoto de 1906 hasta los problemas de un ex combatiente en 1946, recién licenciado del ejército, para encontrar un lugar decente donde vivir. El mismo estilo, mejorado por la imagen, marcaría la celebrada serie televisiva de Friedman en la década de 1980 Free to choose

[Libre para elegir].

Hay muchas probabilidades de que la gran oscilación hacia las políticas liberales que se produjeron en todo el mundo a comienzos de la década de 1970 se hubiera dado aunque Milton Friedman no hubiese existido. Pero su incansable y brillantemente eficaz campaña a favor de los libres mercados seguramente ayudó a acelerar el proceso, tanto en Estados Unidos como en todo el mundo. Desde cualquier punto de vista -proteccionismo frente a libre comercio; reglamentación frente a liberalización; salarios establecidos mediante convenio colectivo y salarios mínimos obligatorios frente a salarios establecidos por el mercado-, el mundo ha avanzado en la misma dirección que Friedman. E incluso más llamativa que su logro en lo referente a los cambios de la política real ha sido la transformación de la opinión general: la mayoría de las personas influyentes se han convertido hasta tal punto al modo de pensar de Friedman que simplemente se da por sentado que el cambio de políticas económicas promovido por él ha sido una fuerza positiva. ¿Pero lo ha sido?

Consideremos en primer lugar los resultados macroeconómicos de la economía estadounidense. Tenemos datos de la renta real -es decir, teniendo en cuenta la inflación- de las familias estadounidenses entre 1947 y 2005. Durante la primera mitad de ese periodo de 55 años, desde 1947 hasta 1976, Milton Friedman era una voz que predicaba en el desierto, cuyas ideas no eran tenidas en cuenta por los políticos. Pero la economía, a pesar de todas las ineficacias que él denunciaba, mejoró enormemente el nivel de vida de la mayoría de los estadounidenses: la renta media real se duplicó con creces. Por contraste, en el periodo transcurrido desde 1976, las ideas de Friedman se han ido aceptando cada vez más; aunque siguió habiendo intervención pública de sobra para que él pudiera quejarse, no cabe duda de que las políticas de libre mercado se generalizaron mucho más. Pero el aumento del nivel de vida ha sido mucho menos fuerte que durante el periodo anterior: en 2005, la renta media real sólo era un 23% superior a la de 1976.

Parte de la razón de que a la segunda generación de posguerra no le fuese tan bien como a la primera era la tasa total de crecimiento económico más lenta, un hecho que tal vez sorprenda a quienes suponen que la tendencia hacia el libre mercado ha aportado mayores dividendos económicos. Pero otra razón importante del retraso en el nivel de vida de la mayoría de las familias es un incremento espectacular de la desigualdad económica: durante la primera generación de posguerra, el aumento de la renta se extendió ampliamente a toda la población, pero desde finales de la década de 1970, la mediana de la renta, la renta de la familia típica, sólo ha subido la tercera parte de la renta media, que incluye la gran subida experimentada por las rentas de la pequeña minoría situada en lo más alto de la pirámide.

Esto plantea una cuestión interesante. Milton Friedman solía asegurar a su público que no hacía falta ninguna institución especial, como el salario mínimo y los sindicatos, para garantizar que los trabajadores compartiesen los beneficios del crecimiento económico. En 1976 les decía a los lectores de Newsweek que los cuentos de los perjuicios causados por los barones ladrones eran puro mito:

"Probablemente no haya habido ningún otro periodo en la historia, en este o en cualquier otro país, en el que el hombre de a pie haya experimentado una mejora tan grande de su nivel de vida como en el periodo transcurrido entre la guerra civil y la I Guerra Mundial, cuando más fuerte era el individualismo desenfrenado".

(¿Y qué hay del extraordinario periodo de 30 años posterior a la II Guerra Mundial, que abarcó buena parte de la trayectoria profesional del propio Friedman?). Sin embargo, en las décadas que siguieron a ese pronunciamiento, mientras se permitía que el salario mínimo cayese por debajo de la inflación y los sindicatos desaparecían en gran medida como factor importante en el sector privado, los trabajadores estadounidenses veían cómo sus fortunas iban a la zaga del crecimiento de la economía en general. ¿Era Friedman demasiado optimista respecto a la generosidad de la mano invisible?

Para ser justos, hay muchos factores que afectan tanto al crecimiento económico como a la distribución de la renta, por lo que no podemos culpar a las políticas friedmanistas de todas las decepciones. Aun así, dada la suposición común de que el cambio a las políticas de libre mercado ha hecho grandes cosas por la economía estadounidense y por el nivel de vida de los estadounidenses corrientes, es asombroso el poco respaldo que los datos proporcionan a esa afirmación.

Dudas similares respecto a la falta de pruebas claras de que las ideas de Friedman funcionan de hecho en la práctica se pueden encontrar, todavía con más fuerza, en Latinoamérica. Hace una década era normal citar el éxito de la economía chilena, en la que los asesores de Augusto Pinochet, educados en Chicago, se habían pasado a las políticas del libre mercado después de que Pinochet se hiciera con el poder en 1973, como prueba de que las políticas inspiradas por Friedman mostraban la senda hacia un próspero desarrollo económico. Pero aunque otros países latinoamericanos, desde México hasta Argentina, han seguido el ejemplo de Chile en la liberación del comercio, la privatización de empresas y la liberalización, la historia de éxito chilena no se ha repetido.

Por el contrario, la percepción de la mayoría de los latinoamericanos es que las políticas neoliberales han sido un fracaso: el prometido despegue del crecimiento económico nunca llegó, mientras que la desigualdad de la renta ha empeorado. No quiero culpar de todo lo que ha salido mal en Latinoamérica a la Escuela de Chicago, ni idealizar lo sucedido antes, pero hay un asombroso contraste entre la percepción que Friedman defendía y los resultados reales de las economías que se pasaron de las políticas intervencionistas de las primeras décadas de posguerra a la liberalización.

Centrándonos más estrictamente en el tema, uno de los principales objetivos de Friedman era la, en su opinión, inutilidad y naturaleza contraproducente de la mayor parte de la reglamentación pública. En una necrológica para su colaborador George Stigler, Friedman elogiaba en concreto la crítica de Stigler a la normativa sobre la electricidad, y su argumento de que los reguladores normalmente acaban sirviendo a los intereses de los regulados y no a los de los ciudadanos. ¿Cómo ha funcionado entonces la liberalización?

Empezó bien, comenzando con la liberalización del transporte por carretera y de las aerolíneas a finales de la década de 1970. En ambos casos, la liberalización, aunque no contentó a todos, aumentó la competencia, en general bajó los precios, y aumentó la eficacia. La liberalización del gas natural también fue un éxito.

Pero la siguiente gran oleada de liberalización, la del sector eléctrico, fue otra historia. Al igual que la depresión japonesa de la década de 1990, demostraba que las preocupaciones keynesianas por la eficacia de la política monetaria no eran un mito; la crisis de la electricidad en California en 2000 y 2001 -en la que las compañías eléctricas y las distribuidoras de energía crearon una escasez artificial para hacer subir los precios- nos recordó la realidad que había tras los cuentos de los barones ladrones y sus depredaciones. Aunque otros Estados no sufrieron una crisis tan grave como la de California, en todo el país la liberalización de la electricidad supuso un aumento, no una disminución, de los precios, y unos beneficios enormes para las compañías eléctricas.

Aquellos Estados que, por la razón que fuera, no se subieron al vagón de la liberalización en la década de 1990 se consideran ahora afortunados. Y las más afortunadas son aquellas ciudades que por algún motivo no recibieron el memorando sobre los males del sector público y las bondades del sector privado, y siguen teniendo compañías eléctricas públicas. Todo esto demuestra que los argumentos originales a favor de la reglamentación eléctrica -la observación de que sin reglamentación las compañías eléctricas tendrían demasiado poder monopolístico- siguen siendo tan válidos como siempre.

¿Debería esto llevarnos a la conclusión de que la liberalización es siempre mala idea? No. Depende de los detalles específicos. Deducir que la liberalización es siempre y en todas partes una mala idea sería incurrir en el mismo tipo de pensamiento absolutista que, se podría decir, fue el mayor defecto de Milton Friedman.

En la reseña de 1965 sobre Monetary history, de Friedman y Schwartz, el fallecido premio Nobel James Tobin acusaba levemente a los autores de ir demasiado lejos. "Considérense las siguientes tres proposiciones", escribía. "El dinero no importa. Sí que importa. El dinero es lo único que importa. Es demasiado fácil deslizarse de la segunda proposición a la tercera". Y añadía que "en su celo y euforia", eso es lo que muy a menudo hacían Friedman y sus seguidores.

La defensa del laissez-faire por parte de Milton Friedman parece haber seguido una secuencia similar. Después de la Gran Depresión, muchos empezaron a decir que los mercados nunca pueden funcionar. Friedman tuvo la valentía intelectual de decir que los mercados sí funcionan, y sus dotes teatrales, unidas a su habilidad para organizar datos objetivos, lo convirtieron en el mejor portavoz de las virtudes del libre mercado desde Adam Smith. Pero caía con demasiada facilidad en la afirmación de que los mercados siempre funcionan y que son lo único que funciona. Es extremadamente difícil encontrar casos en los que Friedman reconociese la posibilidad de que los mercados pudieran funcionar mal, o de que la intervención pública podía ser útil.

El absolutismo liberal de Friedman ha contribuido a crear un clima intelectual en el que la fe en los mercados y el desdén por el sector público a menudo se imponen a los datos objetivos. Los países en vías de desarrollo se apresuraron a abrir sus mercados de capitales, a pesar de las advertencias de que eso podría exponerlos a crisis financieras; después, cuando las crisis llegaron como era previsible, muchos observadores culparon a los Gobiernos de esos países, no a la inestabilidad de los flujos de capital internacionales. La liberalización de la electricidad se produjo a pesar de las claras advertencias de que el poder de monopolio podría ser un problema; de hecho, al tiempo que la crisis de la electricidad en California seguía su evolución, la mayoría de los analistas quitaban importancia a las preocupaciones por el posible amaño de los precios alegando que no eran más que teorías de conspiración descabelladas. Los conservadores siguen insistiendo en que el libre mercado es la respuesta a la crisis sanitaria, frente a las abrumadoras pruebas en contra.

Lo extraño del absolutismo de Friedman respecto a las virtudes de los mercados y los vicios del Estado es que en su trabajo como economista teórico era de hecho un modelo de comedimiento. Como ya he señalado, hizo grandes contribuciones a la teoría económica al resaltar la importancia de la racionalidad individual, pero, a diferencia de algunos de sus colegas, sabía cuándo parar. ¿Por qué no mostró el mismo comedimiento en su papel de intelectual público?

La respuesta, sospecho, es que se vio atrapado en una función esencialmente política. Milton Friedman, el gran economista, sabía reconocer la ambigüedad y la reconocía. Pero de Milton Friedman, el gran defensor de la libertad de mercado, se esperaba que predicase la verdadera fe, no que manifestase sus dudas. Y acabó desempeñando la función que sus seguidores esperaban. A consecuencia de ello, la refrescante iconoclasia de los primeros años de su carrera se convirtió con el tiempo en una rígida defensa de algo que se había convertido en la nueva ortodoxia.

A la larga, a los grandes hombres se les recuerda por sus virtudes y no por sus defectos, y Milton Friedman fue de hecho un hombre muy grande, un hombre de valentía intelectual que fue uno de los pensadores económicos más importantes de todos los tiempos, y posiblemente el más brillante comunicador de las ideas económicas a los ciudadanos en general que jamás haya existido. Pero hay buenas razones para sostener que el friedmanismo, al final, fue demasiado lejos, como doctrina y en sus aplicaciones prácticas. Cuando Friedman inició su trayectoria como intelectual público, había llegado la hora de llevar a cabo una contrarreforma contra el keynesianismo, y todo lo que eso conllevaba. Pero lo que el mundo necesita ahora, diría yo, es una contra-contrarreforma.

* Paul Krugman es profesor de Economía en la Universidad de Princeton y premio Nobel de Economía 2008.

Por qué es importante el cómo / Thomas L. Friedman*

Tengo un amigo que cada dos por tres me recuerda que si saltas desde el piso 80º, durante 79 pisos puedes llegar a creer que vuelas. Lo que te mata es la parada repentina del final.

Cuando pienso en el auge, la burbuja y el pinchazo de los servicios financieros que Estados Unidos acaba de experimentar, suele venirme a la cabeza esa imagen. Creíamos que volábamos. Bien, acabamos de encontrarnos con la parada repentina del final.

Resulta que las leyes de la gravedad siguen siendo válidas. No podemos decirles a decenas de miles de personas que pueden conseguir el sueño americano -una casa, sin gastos de entrada y nada que pagar en dos años- sin que al final eso nos atrape. La ética puritana de trabajo duro y ahorro sigue importando. Sólo que odio la idea de que hoy en día dicha ética esté más viva en China que en Estados Unidos.

Nuestra burbuja financiera, como todas las burbujas, tiene muchas ramificaciones complejas que la alimentan -llamadas derivados y créditos recíprocos-, pero, en el fondo, es realmente muy simple. Nos salimos de los elementos básicos: de los fundamentos del préstamo y el endeudamiento prudentes, en los que el prestamista y el prestatario mantienen cierta responsabilidad personal, y cierto interés personal, en que la persona que recibe el dinero pueda de hecho devolverlo. Por el contrario, hemos caído en lo que algunos llaman el préstamo del THD y el YHD: "Tú Habrás Desaparecido y Yo Habré Desaparecido" antes de que haya que pagar la cuenta.

Sí, esta burbuja trata de nosotros; no de todos nosotros, porque muchos estadounidenses eran demasiado pobres para poder jugar. Pero trata de suficientes de nosotros como para decir que trata de Estados Unidos. Y no saldremos de ésta sin volver a ciertos principios básicos, razón por la que estoy releyendo un valioso libro sobre el que escribí en otra ocasión titulado How: Why How We Do Anything Means Everything in Business (and in Life)

[por qué el cómo hacemos algo lo es todo en los negocios (y en la vida)]. Su autor, Dov Seidman, es director general de LRN, que ayuda a las empresas a establecer culturas empresariales éticas.

Seidman sostiene, básicamente, que en un mundo hiperconectado y transparente como es el nuestro en la actualidad el "cómo" se hacen las cosas es importante, porque muchas otras personas pueden ver cómo hacemos las cosas, pueden sentirse afectadas por las cosas que hacemos y pueden decirles a otras por Internet, en cualquier momento, cómo las hacemos, sin gastos y sin limitaciones.

"En un mundo conectado", me decía Seidman, "los países, los Gobiernos, las empresas, tienen también personalidad, y su personalidad -cómo hacen lo que hacen, si cumplen las promesas, cómo toman las decisiones, cómo ocurren las cosas realmente en su interior, cómo conectan y colaboran, si generan confianza, cómo se relacionan con sus clientes, con el medio ambiente y con las comunidades en las que se mueven- es ahora su destino", recalcaba.

Nos hemos alejado de estos "cómos". En años recientes estamos más conectados que nunca, pero las conexiones son de hecho muy flojas. Es decir, nos alejamos de un mundo en el que si querías una hipoteca para comprar una casa tenías que demostrar unos ingresos reales y un historial crediticio, para entrar en un mundo en el que el banquero te vendía una hipoteca y después sacaba un montón de dinero por adelantado y le trasladaba tu hipoteca a un agrupador que lo ponía todo en un paquete, lo dividía en bonos y lo vendía a bancos de sitios tan alejados como Islandia.

El banco que te concedía la hipoteca eludía el "cómo" porque sencillamente se la pasaba a un agrupador. Y el banco de inversión que agrupaba estas hipotecas eludía el "cómo" porque se podía ganar mucho dinero dando buenas calificaciones a estos bonos, así que ¿por qué pararse a pensar demasiado? Y el banco de Islandia eludía el "cómo" porque, oye, todos los demás estaban comprando lo mismo y los beneficios eran grandes, luego, ¿por qué no?

"El lema de UBS [Unión de Bancos Suizos] es: 'Usted y nosotros'. Pero el mundo que hemos creado era de hecho 'usted y nadie': nadie estaba realmente conectado en lo que se refiere a valor", opina Seidman.

"Partes de Wall Street se desconectaron de la inversión en esfuerzo humano: ayudar a las empresas a ascender y a adoptar nuevas ideas". En lugar de eso, empezaron simplemente a sacar dinero del dinero mediante ingeniería financiera. "Y por eso, algunos de los directores generales más listos no sabían lo que estaban haciendo algunos de sus trabajadores más listos".

Charles Mackay escribió una historia clásica sobre las crisis financieras titulada Extraordinary Popular Delusions and the Madness of Crowds

[espejismos populares extraordinarios y la locura de las multitudes], publicada por primera vez en Londres en 1841. "El dinero ha sido a menudo causa de espejismo para las multitudes. Todas las naciones sobrias se han vuelto de repente apostadoras desesperadas y casi han arriesgado su existencia por un papel.

Trazar la historia de estos espejismos es el objetivo de estas páginas. Los hombres, se ha dicho en muchas ocasiones, tienen mentalidad de rebaño; se verá que enloquecen como un rebaño, mientras que sólo recuperan la razón lentamente, y de uno en uno", decía Mackay en sus páginas.

Y así nos pasará a nosotros. Necesitamos volver a colaborar al estilo antiguo. Es decir, personas que toman decisiones basándose en el buen juicio para los negocios, la experiencia, la prudencia, la claridad de las comunicaciones, y que piensan en el "cómo", no sólo en el "cuánto".

*Thomas L. Friedman es periodista

La hora de la diligencia / Emilio Ontiveros*

La semana que concluyó con las reuniones de otoño del Banco Mundial, del Fondo Monetario Internacional y del G7 estuvo también a punto de ofrecer el mayor desastre financiero desde el que preludió la Gran Depresión.

No sólo ha registrado una destrucción de riqueza financiera sin precedentes, a través de desplomes generalizados en las cotizaciones bursátiles de todo el mundo, sino que también ha estado a punto de infartar el conjunto de la economía mundial. La severidad del racionamiento crediticio se extendió a todo tipo de operaciones comerciales y de empresas en una buena parte de economías de la OCDE.

El temor a que volviera a quebrar alguna entidad financiera de gran tamaño, la desconfianza acerca de la voluntad o la capacidad de las autoridades, no sólo estadounidenses, para evitar el desplome de alguna ficha clave en el dominó financiero mundial, reforzó la inhibición, situando la aversión al riesgo en niveles desconocidos. Nadie se fiaba de nadie y, por tanto, no fiaban, ni a los plazos más inmediatos. La distancia al colapso era mínima.

La reacción de los gobiernos, particularmente los europeos, en mayor medida que el G7, fue determinante para evitar males peores. Ha sido Europa la que puso fin a los peligros de unilateralismo terapéutico.

La decisión del británico fue esencial. Aunque formalmente era el Eurogrupo el que había sido convocado por el presidente de turno de la Unión Europea, fue Gordon Brown el que marcó la senda a seguir desde los postulados radicales que su propio Gobierno había asumido días antes: con dinero de los contribuyentes habrá que comprar acciones de los bancos que precisen de recapitalización.

No es la hora de los prejuicios ni del temor a las palabras: la única vía de eludir amenazas no muy distintas a las de los años treinta del siglo pasado es la nacionalización de aquellas empresas financieras demasiado grandes o demasiado conectadas e interdependientes.

La contrapartida: un buen control del comportamiento de las entidades apoyadas y un detalle suficientemente transparente de los costes de la operación, con el fin de que el contribuyente pueda recuperar sus necesarios anticipos en algún momento.

Las decisiones allí adoptadas y las confirmaciones de algunos consejos de ministros del lunes, el español entre ellos, contribuyeron a una renovación de la confianza que tuvo reflejo en los mercados no sólo de acciones, sino en los más directamente expresivos del riesgo de crédito. Ha durado poco.

La presunción de que la instrumentación de las decisiones adoptadas por los gobiernos será más lenta de lo debido en la mayoría de los países, prolongando excesivamente el racionamiento crediticio, y la emergencia de indicadores inequívocamente anticipadores de recesión en las economías más importantes, Estados Unidos de forma destacada, han vuelto a ensombrecer notablemente el panorama.

Efectivamente, el apoyo a los bancos, ya sea mediante la nacionalización o el aval de sus pasivos, ha podido llegar demasiado tarde. Esas ayudas evitarán que se venga abajo alguna entidad financiera grande, pero no van a impedir la cadena de suspensiones de pagos de pequeñas y medianas empresas, determinadas por las dificultades para refinanciar deudas, para financiar proyectos nuevos o, no mucho mejor, por la rápida y pronunciada caída en las ventas.

En la métrica de circunstancias con que se pueden evaluar los efectos del credit crunch, que las entidades bancarias denegaran peticiones (que el problema fuera "de oferta") era grave, pero lo es mucho más que los empresarios o las familias, decepcionados, ni siquiera decidan insistir en las solicitudes de crédito (que se atribuya a la atonía de la demanda). Si hemos llegado a esta situación, allí donde el endeudamiento privado es elevado, las consecuencias recesivas van a ser, efectivamente, mucho más agudas, con daños difíciles de recuperar pronto en numerosas empresas.

La mitad de la OCDE debe ya estar en recesión y algunas de las economías emergentes hasta ahora resistentes a la desaceleración empiezan a dar muestras de debilidad. El último mensaje del presidente de la Reserva Federal es concluyente: incluso en el caso, todavía no garantizado, en que los planes de salvamento bancario prosperen, la recuperación económica no va a estar a la vuelta de la esquina.

La caída de las ventas al por menor, consecuente con índices de confianza de las familias en mínimos y ascensos inquietantes en la tasa de paro, es el denominador común de aquellas economías que han sufrido en mayor medida esa suerte de torniquete financiero que ha podido gangrenar parcialmente partes del potencial productivo de las economías. La española no está precisamente distanciada de un diagnóstico tal. El Gobierno ha actuado bien, pero lo ha hecho un poco tarde.

Ante ello, además de respaldar cualquier iniciativa de estímulo de ámbito europeo, debemos aplicarnos a concretar lo que ya tenemos aprobado (y afortunadamente, con el respaldo de la oposición) y tratar de no complicarnos la vida con la apertura de nuevos frentes en la toma de decisiones. Es la hora de la diligencia: para articular el fondo destinado a la adquisición de activos del sistema crediticio y, desde luego, para concretar el aval a las emisiones que han de renovar los importantes pasivos pendientes de bancos y cajas.

El problema más importante de nuestra economía nunca fue la estabilidad del sistema crediticio, sino la transmisión del impacto de la restricción crediticia global a las empresas y familias. A medida que se conocía la información relevante sobre bancos y cajas era evidente que no había infección equivalente a la de otros sistemas bancarios, pero sí necesidad de respiración asistida para no taponar las posibilidades de refinanciación de ese déficit por cuenta corriente récord.

Lo hemos concebido finalmente, pero ahora hay que aplicarlo con más diligencia de lo que otros países hacen con sus medidas. Nuevamente el ejemplo británico es relevante: lo fue en la primera decisión de permuta de bonos públicos por activos, y lo es ahora en la capacidad para trabajar por la normalización del funcionamiento del sistema financiero.

Claro que podríamos abrir nuevos ámbitos decisionales, como las fusiones intra e interregionales de cajas de ahorros, o las de bancos o cooperativas de crédito en nuestro país. Pero la capacidad de decisión de nuestras autoridades nacionales y regionales es limitada y más vale que nos prioricemos. Sobre todo, porque las concentraciones de empresas bancarias no es bueno contemplarlas como terapias universales, sino como desenlaces lógicos de la dinámica de una industria cada día más madura.

Dejemos ese análisis para cuando hayamos resuelto lo que ya tenemos encima: la salida de la recesión más seria de los últimos tres lustros. Plantearse problemas adicionales a los muy urgentes es una forma de distracción, similar a la retórica pretensión de refundar Bretton Woods, cuando lo que el mundo precisa es normalizar la transmisión de liquidez y relajar las condiciones monetarias de la mayoría de los países.

J. M. Keynes y J. D. White convocaron la reunión de Bretton Woods cuando los aliados estaban desembarcando en Normandía; si ahora levantaran la cabeza, nos exigirían que nos centráramos en ganar la guerra de la depresión. Apaguemos diligentemente el incendio y hablemos luego de la nueva arquitectura financiera, dentro y fuera de nuestro país.

* Emilio Ontiveros es catedrático de Economía en la Universidad Autónoma de Madrid

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¿Qué ha pasado en Islandia? / Jon Danielsson*

El colapso islandés de los últimos días no tiene precedentes en la historia, al menos en tiempos de paz, en función de su rapidez y profundidad. Las cuotas de las hipotecas y otros préstamos se han doblado, los precios han aumentado más de un 30%, casi todos los ahorros se han esfumado, los sueldos están congelados y se prevén despidos masivos.

Islandia es la primera víctima del credit crunch, y su catastrófico colapso nos muestra lo importante que es contener rápidamente la crisis para evitar que lo que ha pasado allí pueda repetirse en el resto del mundo desarrollado.

Un factor importante en el fracaso islandés ha sido su banco central. El país ha seguido una política monetaria basada en un objetivo de inflación, similar a la del Banco Central Europeo. Esto implica aumentar los tipos de interés cuando la inflación está por encima del objetivo, y reducirlos en la situación contraria.

Una política de este tipo puede ser apropiada para zonas monetarias grandes, como la eurozona, pero en el caso de la minúscula Islandia ha tenido resultados desastrosos, porque ha generado enormes influjos especulativos de divisas y fuertes incentivos para que los hogares y empresas se endeudasen en moneda extranjera.

Como resultado, la moneda local se ha apreciado rápidamente, dando a los islandeses una falsa ilusión de riqueza. El resultado final ha sido una burbuja: un tipo de cambio cada vez más alejado de lo que dictarían los fundamentos económicos del país, hasta que ha llegado la inevitable explosión con una dramática depreciación de la moneda.

También ha ayudado a empeorar las cosas la tradición local de utilizar el Banco Central como un hogar para políticos jubilados. El actual gobernador es un ex primer ministro de carácter autoritario que ha demostrado sobradamente su ausencia de conocimientos de política monetaria y su falta de pericia en la gestión de situaciones de crisis financiera.

El tamaño del sector financiero también ha sido parte del problema. Los bancos islandeses tenían activos y pasivos extranjeros con un valor más de diez veces superior al PIB del país. En circunstancias normales esto no tiene por qué ser un problema. De hecho, los bancos islandeses presentaban mejores ratios de capital que muchos de sus competidores europeos, y una menor exposición al riesgo.

En la crisis actual, sin embargo, la solidez del balance no es lo más importante. Lo que importa de verdad es la garantía implícita o explícita que el Estado puede ofrecer a los bancos de respaldar sus deudas y proporcionar liquidez. Por tanto, el tamaño del Estado en relación al de los bancos es crucial, lo que ha situado a Islandia en una posición de fuerte desventaja en relación a otros países europeos.

La causa inmediata del colapso de la corona islandesa ha sido el intento desesperado de los especuladores de ponerse a salvo en un momento de incertidumbre financiera. Pero desde luego no ha ayudado la inadecuada respuesta de las autoridades británicas, que han utilizado la legislación antiterrorista para hacerse con los activos de bancos islandeses solventes.

Gordon Brown ha amenazado repetidamente con demandar a Islandia y con confiscar todos sus activos en el Reino Unido, demostrando así una aparente incapacidad para distinguir entre activos estatales, activos bancarios y activos pertenecientes a particulares islandeses que no tienen nada que ver con el problema.

En la peor crisis de su historia, esto es lo último que el país necesitaba. Puede haber causado la bancarrota de su mayor banco, que era también el último superviviente, empujando así el país hacia el abismo. Esta forma de actuar no es la que uno esperaría de un país europeo y miembro de la OTAN, supuestamente amigo y aliado.

La auténtica tragedia de la presente crisis es su impacto sobre los hogares islandeses. Afortunadamente, las perspectivas a largo plazo son buenas. Islandia tiene recursos naturales por explotar y una población muy bien formada. Saldremos de ésta.

*Jon Danielsson es miembro de la London School of Economics

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Los bancos españoles son solventes, pero habrá fusiones en el sector

MADRID.- Mientras los bancos de todo el mundo reciben capital de sus Gobiernos, las principales instituciones financieras españolas se mantienen en pie. Emilio Botín, presidente del Banco Santander, el mayor banco de la zona euro, dice que los bancos del país son solventes y no necesitan ayuda estatal. Pero algunos, en especial los bancos pequeños y las cajas de ahorros, tal vez tengan que reforzar su capital o consolidarse, recuerda "El País".

Es posible que las instituciones españolas experimenten pronto escasez de capital, en especial en comparación con sus homólogos europeos recapitalizados. Situada en torno al 7%, su relación de capital básico a activos es más baja que los nuevos criterios del 9%-10% establecidos en el Reino Unido y Suiza.

Es cierto que las comparaciones directas son equívocas. El Banco de España hizo que los bancos aumentasen sus reservas genéricas al nivel más alto de Europa. Pero los beneficios bancarios se reducirán en los próximos meses, debido a la crisis que experimenta la economía española y al estallido de la burbuja inmobiliaria. En este contexto, es probable que algunos de los bancos españoles tomen la precaución de incrementar su capital.

Para los grandes bancos y algunos de los medianos, la alternativa a la ayuda estatal es el sistema del hágalo usted mismo. Podrían vender activos o reunir capital de manera privada, aunque eso tal vez sea difícil en estos mercados nerviosos.

Otros bancos tendrán que fusionarse para reducir costes. En especial, las cajas de ahorros españolas, que no cotizan en Bolsa y componen la mitad del sector financiero, son más vulnerables. Aproximadamente el 70% de su cartera de préstamos corresponde al inflado sector inmobiliario.

La clave está en encontrar cajas de ahorros suficientemente fuertes como para absorber a sus rivales con problemas. La mayoría publican pocas cifras financieras, de modo que es difícil juzgar su estado. El Banco de España debería exigir más transparencia al controlar sus procedimientos de fusión. Estas cajas deberían también comprometerse a salir a Bolsa cuando los mercados se recuperen.

El Banco de España debería también despolitizar el proceso de consolidación, algo que podría resultar complicado. Las cajas están reguladas por las regiones, que tal vez se nieguen a que una región rival las absorba. Algunas podrían pedir dinero al Gobierno para conservar su independencia. Eso sería un desperdicio del dinero público.

Las reglas del juego de la banca / Alfredo Saénz*

Nos enfrentamos a la peor crisis de liquidez que hemos vivido cualquiera de nosotros en nuestra vida profesional. Se trata de una crisis que tiene mucho que ver con las malas prácticas de algunos bancos en los últimos cinco años.

Una parte del crecimiento del sector en los últimos años no era sano y, tarde o temprano, tenía que llegar un ajuste. Cuándo llegaría, y cómo, era complicado saberlo. Y cuando ha llegado, ha sido más brusco y más extremo de lo que podríamos haber esperado. Hemos entrado en una crisis financiera y se han secado completamente los mercados de capitales.

Ahora, el principal riesgo es que la crisis financiera contagie a la "economía real", porque los bancos no puedan financiar a las familias y a las empresas. En una crisis financiera, es imprescindible dar respuestas claras y contundentes. En esta crisis, hay que tratar dos temas. En primer lugar, el problema de la liquidez y que los bancos puedan volver a financiarse en el mercado. En segundo lugar, el problema de la solvencia de algunos bancos, es decir, asegurarse de que todos los bancos tienen el capital suficiente.

A la hora de buscar soluciones, hay que tener muy claros dos principios: en primer lugar, que los bancos que han cometido errores en el pasado tienen que pagar por ellos. Los rescates de los Gobiernos en ningún caso tienen que estar diseñados para salvar a los accionistas de los bancos que han cometido errores.

En segundo lugar, los planes de los Gobiernos tienen que asegurar que los bancos que no han cometido errores pueden seguir financiándose normalmente en el mercado. El problema de esta crisis es que, a raíz de los errores de unos cuantos, el mercado se había cerrado para todos.

Restablecer la confianza en el mercado de la liquidez debe ser una tarea de las autoridades en coordinación con la banca y por tanto los bancos sanos no deberían sufrir durante el periodo del mal funcionamiento del mercado.

Las medidas acordadas por el Eurogrupo el fin de semana anterior son una respuesta a los problemas planteados, y dan una señal de liderazgo y coordinación que eran necesaria hace ya algún tiempo. Esto va a permitir a cada Estado adoptar las medidas necesarias a su propio mercado.

El plan del Gobierno español es muy positivo y coherente con estas medidas adoptadas por el Eurogrupo. El Gobierno asegura el acceso a liquidez a largo plazo al sistema a través de dos instrumentos: en primer lugar, adquiriendo activos de muy alta calidad; en segundo lugar, garantizando emisiones de entidades financieras en los mercados de capitales en plazos medio y largo.

En este sentido, el plan del Gobierno español es positivo, porque se centra en recuperar la liquidez del sistema y dar confianza, restaurando la certidumbre en el mercado de financiación, y no en subsidiar a entidades con problemas.

El objetivo de esta medida es asegurar que el sistema financiero siga prestando a familias y empresas, y esto permita a la economía seguir funcionando.

En cualquier caso, los planes de mejora de liquidez que están promoviendo los Gobiernos deben tener las siguientes limitaciones: no deben implicar una transferencia de riesgo de los bancos al Estado, es decir, no pueden generar subsidios. Cada banco tiene que seguir siendo responsable de los créditos que ha concedido.

Tampoco deben crear un mercado bancario asimétrico, en el que unos bancos tengan ventajas competitivas sobre otros. Es decir, las reglas de la liquidez deben ser iguales para cada banco en cada mercado y deben ser similares en Europa. Si no es así, un banco con programas de liquidez más generosos por parte de su Gobierno puede ganar negocio de forma injusta, especialmente en el negocio mayorista, donde los mercados europeos están integrados.

La discusión sobre la capitalización y la solvencia del sistema es ligeramente diferente. Los problemas de liquidez estaban empezando a afectar a todos los bancos -los fuertes y los menos fuertes-. Los bancos más disciplinados estaban empezando a pagar por los pecados de los bancos que habían cometido excesos en el último ciclo.

En cambio, en el capital, la discusión es diferente: los bancos que tomaron riesgo excesivo en los últimos años son los que están teniendo problemas y los que tienen que levantar capital para limpiar su balance. El primer paso es ir al mercado a pedir a sus accionistas nuevo capital. Es decir, los accionistas tienen que absorber el coste de los errores de los gestores del banco en el pasado.

Sólo si este primer paso falla, podemos pasar a la segunda opción: que los Gobiernos recapitalicen a los bancos. La intervención de los Gobiernos sólo está justificada cuando un banco no puede levantar capital en el mercado porque no es solvente, por lo tanto, como medida de último recurso.

Hemos visto esto en muchos países, como Bélgica, Holanda o el Reino Unido. Creo que estas medidas se han aplicado de forma razonable: estabilizan a bancos con cuotas de mercado muy importantes en su propio mercado y evitan un fuerte aumento del riesgo sistémico.

Sin embargo, existen riesgos claros en la intervención de los Gobiernos. Éstos son los dos riesgos que hay que evitar: primero, es importante que este tipo de operaciones no se convierta en una transferencia de valor de los contribuyentes a los accionistas de estos bancos. Esto violaría las reglas del juego. En las operaciones que hemos visto hasta ahora, las instituciones que han necesitado este tipo de inyecciones de capital han visto cómo sus accionistas sufrían una dilución muy importante.

Creo que éste es un resultado justo. Y, segundo, las reglas del juego tienen que seguir siendo las mismas para todos (es decir, tiene que existir un level playing field). Por lo tanto, estos bancos controlados por los Gobiernos no pueden tener ninguna ventaja sobre el resto de los bancos. Sin embargo, yo quiero añadir que no estoy muy preocupado por este tema. En Europa, hemos tenido muchos ejemplos de bancos controlados por el sector público y los Gobiernos europeos comprenden perfectamente la necesidad de respetar las reglas del juego y mantener una competencia equilibrada.

La mayor integración del sistema bancario europeo puede contribuir a evitar crisis como la actual. Esta integración tiene una doble vertiente. La primera vertiente es una mayor coordinación de regulación y supervisión en el ámbito europeo.

En la respuesta a la crisis, en Europa tenemos una desventaja clara con respecto a Estados Unidos, aunque tenemos un banco central único (en la zona euro), tenemos múltiples reguladores, múltiples Gobiernos, múltiples supervisores, múltiples mecanismos de pagos, garantías de depósitos diferentes, etcétera.

Por lo tanto, el diseño de respuestas conjuntas a la crisis es más complicado que en un mercado único como Estados Unidos. Y dado que la realidad política europea es la que es, la mejora de la respuesta a la crisis sólo se puede conseguir si se mantiene un grado alto de coordinación y cooperación entre las instituciones de los diferentes países.

Una supervisión coordinada asegura un level playing field, esto es, que las reglas sean las mismas para todos. Y además asegura una respuesta más coordinada ante problemas de estabilidad financiera. Puedo poner varios ejemplos (...): mejorar el pilar de estabilidad financiera del Banco Central Europeo, coordinación entre los Tesoros de los diferentes países (de forma que se evite que bancos en algunos países reciban ventajas relativas, como mayor garantía de emisiones) o coordinación en fondos de garantía de depósitos (...).

La segunda vertiente es la integración de los sistemas bancarios (banca comercial), que (...) tiene un impacto muy positivo en la estabilidad del sistema, al formarse grupos más diversificados, capaces de absorber shocks o ciclos malos en un mercado concreto; mejora el desarrollo financiero (...) de calidad; genera economías de escala en el ámbito europeo y, por tanto, mejoras de eficiencia y, por último, aumenta la competencia del mercado generando precios más atractivos para el consumidor, como muestra nuestro ejemplo de Abbey en Reino Unido (...).

*Alfredo Sáenz es consejero delegado del Banco Santander

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El Banco Mundial recuerda que otras crisis tuvieron un coste del 10% del PIB

MADRID.- El gigantesco contador digital de deuda pública que instaló el promotor inmobiliario Seymour Durst en Times Square (Nueva York) ha tenido una vida ajetreada. Hace 20 años, cuando se encendió, el panel de 13 dígitos fosforescentes reflejaba que la deuda del Gobierno de EE UU era de 2,7 billones de dólares, recuerda ahora "El País".


En 2004, fue sustituido por un contador nuevo que incluyó una pantalla más para dar prestancia digital al símbolo del dólar, pintado a mano en el aparato original. Pero hace dos semanas, la deuda pública pasó de los 10 billones, y ante la necesidad de otro dígito, el símbolo del dólar tuvo que ceder su sitio. La velocidad de cálculo de los ordenadores, que actualizan la cifra al segundo en el contador, afronta ahora el reto de una deuda pública disparada por el multimillonario plan de rescate del sector financiero al que se ha visto forzado la Administración de George Bush.

"Se protegerán los intereses de los contribuyentes". La frase se repite como un mantra en los comunicados con los que Estados Unidos, la zona euro, el G-7 o el FMI defendieron en los últimos días la intervención pública en el sector financiero. Con este compromiso, los Gobiernos tratan de conjurar la perplejidad, cuando no la indignación, de la opinión pública ante la inyección de dinero a manos llenas a bancos y otras entidades que han disfrutado de abultados beneficios y han premiado a sus responsables con compensaciones multimillonarias.

El dogma de la contención en el gasto público se hace ahora elástico para financiar los planes de rescate: en EE UU, la transfusión superará los 700.000 millones de dólares (520.000 millones de euros). El incesante goteo de planes europeos roza ya los 2,5 billones de euros, una cantidad cercana al 20% del PIB de la UE.

Los responsables políticos arguyen que el derrumbe del sector financiero podría llevar a una profunda depresión de la economía mundial. Y que la mayor parte de las medidas no tendrán coste para las finanzas públicas. "Los avales a la deuda de los bancos sólo tendrán un impacto si se activan", recalcó este jueves Amelia Torres, portavoz de la Comisión Europea. Es un argumento circular, porque los Gobiernos se han comprometido también a evitar la quiebra de más entidades y a asegurarse de que cumplirán sus compromisos de pago. Y si eso es así, los avales no se ejecutarán.

Las garantías públicas para resucitar el mercado de crédito concentran la propuesta europea. Casi la mitad del plan británico, valorado en 620.000 millones de euros, se destinará a avalar la emisión de deuda de los bancos nacionales. Alemania reserva 400.000 millones (el 80% de su programa) a garantizar los préstamos interbancarios. Francia, con 320.000 millones más; España, con 100.000 millones, o Austria, con 85.000 millones, también hacen de los avales su principal línea de actuación.

La participación directa en las entidades, mediante la toma de acciones, o la compra de activos son las medidas que sí requerirán un aumento de la deuda pública. Y nada despreciable. El Gobierno de EE UU, que centra en estas dos vías su actuación, tiene el permiso del Congreso para elevar su deuda a 11,3 billones, lo que le acercaría al 70% del PIB (10 puntos porcentuales más que ahora).

Las iniciativas del Gobierno de Gordon Brown (nacionalización de Nothern Rock, adquisición de Bradford & Bingley, los 70.000 millones para la recapitalización de entidades) elevarán la deuda pública británica del 44% al 50% de su PIB, según expertos del país. El Gobierno español estima que la suya pasará del 37% al 42% si se consume su plan de compra de activos. Incrementos incluso mayores se auguran para Francia y Alemania.

Las emisiones de deuda en Europa por los planes de rescate oscilarán entre 200.000 y 300.000 millones, una cifra equivalente al 50% de lo que mueve el mercado primario en la zona euro.

Los títulos de deuda pública son ahora objeto de deseo de los inversores, que huyen del riesgo. Hasta tal punto que las peticiones rompen récords (el Tesoro español batió esta semana el suyo al adjudicar 4.900 millones en letras a 12 meses) y las colocaciones se hacen a tipos de interés menos gravosos para las arcas públicas.

Pero con la inundación de deuda pública que se augura, las tornas cambiarán, y los costes de financiación para los Gobiernos, que pujarán por atraer dinero, volverán a subir. El diferencial con la deuda que emite el Gobierno alemán (sus bonos a 10 años se colocan a un tipo del 4,05% frente al 4,5% de los españoles) implica que el coste para el Tesoro español (que acaba de lanzar una campaña de promoción internacional) será aún mayor.

Los responsables políticos asumen que habrá un aumento de la partida presupuestaria para pagar intereses de la deuda. Pero también creen que será un efecto pasajero, ya que sostienen que la deuda pública volverá a bajar. Los Gobiernos plantean que, cuando la crisis afloje, podrán vender en el mercado las participaciones de los bancos o los activos de las entidades, amortizar la deuda e, incluso, ganar dinero.

Un planteamiento idílico al que la experiencia histórica pone sordina: el Banco Mundial cifra en un 10% del PIB el coste final de los planes de rescate para los países que han afrontado crisis financieras en las últimas cuatro décadas.

Los expertos alertan que el rescate bancario no podrá contener la gran recesión que se avecina

MADRID.- Desesperado e incapaz de hacer frente a sus deudas, un empleado de la compañía nacional de ferrocarriles de Estados Unidos quemó recientemente su coche en Washington. Fingió que se lo habían robado porque no podía afrontar el pago de la letra mensual de 800 dólares (600 euros) y quería que el seguro se hiciera cargo de este siniestro total, a juicio de "El País".


No es el único caso. Apurados por la hipoteca o el vencimiento de pagos, trabajadores y pequeños empresarios recurren a triquiñuelas para engañar a los aseguradores y bancos y obligarles a que se hagan cargo de sus deudas. Por ahora, los Gobiernos de EE UU y Europa prefieren atender a las entidades financieras, destinando casi tres billones de euros para sacarlas de la peor crisis de los últimos 80 años.

Pero muchos empiezan a pensar que si no se hace algo y pronto para ayudar a trabajadores como el empleado moroso de Washington -fue detenido-, la economía real entrará en breve en la mayor recesión de, como mínimo, el último cuarto de siglo, y las deudas de miles de empleados y familias a los que ahora nadie avala acabarán por derrumbar el sistema financiero que se quiere salvar.

"Los planes de rescate son necesarios para evitar que el sistema bancario se rompa. Sin embargo, ahora parece inevitable que llegue una profunda recesión", advierte el economista Daniel Gros, director del Centro de Estudios de Política Europea en Bruselas.

Las operaciones de rescate para dotar de liquidez y solvencia a la banca -anunciadas en los últimos días por las grandes economías occidentales- constituyen el último capítulo de una crisis financiera que salió a la luz hace 14 meses con el estallido de la burbuja inmobiliaria. El objetivo de estos planes es aliviar la crisis financiera a través de varias fórmulas: comprar acciones de los bancos para recapitalizarlos, avalar los préstamos, comprar deuda y garantizar los depósitos.

De forma complementaria, los bancos centrales han inyectado capital en las últimas semanas. Algunos países han elegido una o varias de estas iniciativas, pero todos se han endeudado para salvar el sistema.

La crisis ha vuelto a poner de moda el intervencionismo. La recapitalización es una opción que contemplan Alemania, Francia, Italia, Austria o España (aunque no la ha presupuestado), pero los que más dinero prevén destinar para nacionalizar los bancos son paradójicamente Estados Unidos y Reino Unido, dos de los países que históricamente más han huido de la intervención estatal en los mercados. "El panorama bancario europeo va a cambiar completamente y habrá un mayor control gubernamental", añade Gros.

El modelo de salvamento de los británicos -inspirado en la estrategia lanzada por Suecia en los años noventa para salir de la crisis inmobiliaria que sumió a los bancos del país en la ruina- ha sido el primero de Europa y ha marcado el paso al resto. El Gobierno de Gordon Brown ya ha empezado a nacionalizar el sistema financiero con la inyección de 37.000 millones de libras (48.000 millones de euros) en los tres mayores bancos del país, una operación que puede convertir al Estado en un peso pesado de la City.

Se trata de Royal Bank of Scotland, HBOS y Lloyds TSB, que ingresarán en conjunto 8.000 millones de libras (10.400 millones de euros) procedentes de las arcas públicas a cambio de un paquete de acciones preferentes que el Estado podrá vender pasado un tiempo con una rentabilidad garantizada del 5% anual.

Con el resto del dinero, el Gobierno suscribirá ampliaciones de capital de estas entidades, de forma que si inversores privados no cubren la oferta, los poderes públicos asumirán la adquisición de los títulos ordinarios. En este caso, se convertirán en los principales accionistas. El paquete total aprobado por Londres para recapitalizar bancos asciende a 50.000 millones de libras. Este presupuesto no incluye el coste que tuvo la intervención de los bancos Northern Rock y Bradford & Bingley.

Sobre el papel, este mecanismo puede acabar siendo una buena inversión para el Estado, que decide qué bancos vale la pena salvar y qué condiciones les impone. Las retribuciones de los ejecutivos de Bank of Scotland, HBOS y Lloyds TSB se han limitado y las primas por objetivos correspondientes a este ejercicio se cobrarán con acciones; el Tesoro tendrá entre dos y tres representantes en sus consejos de administración, y no se repartirán dividendos hasta que se recupere la inversión. Además, sus presidentes han dimitido.

En el caso europeo, sólo el plan británico y el alemán incluyen condiciones y restricciones como éstas, al menos de momento. En Alemania, el ministro de Finanzas se reserva el derecho de tomar decisiones sobre la política de dividendos y la estructura de capital de las entidades que se beneficien de las ayudas.

El plan británico también ha convencido a la Administración de George W. Bush. En principio, el Tesoro estadounidense iba a destinar los 700.000 millones de dólares (medio billón de euros) presupuestados para salvar a Wall Street con la compra de activos tóxicos (títulos vinculados a hipotecas basura). Pero después ha dado un giro para seguir los pasos de Londres. Cada vez resultaba más difícil poner precio a esos activos y, en lugar de eso, ha aprobado una primera inversión de 250.000 millones de dólares (185.000 millones de euros) para entrar en el capital de los bancos.

Comprar acciones de bancos en lugar de los activos tóxicos es teóricamente más rentable -tiene un efecto multiplicador, según los economistas- y da un mayor control al inversor, que decide qué bancos vale la pena salvar.

El plan de Bush para sostener a bancos grandes y pequeños -unido a las recientes medidas para evitar algunas quiebras y apoyar el crédito y los mercados monetarios- representa la mayor intervención gubernamental en los mercados financieros estadounidenses desde la Gran Depresión, o según algunos, de la historia. Las ayudas que, a raíz del crash de 1929, dio la Corporación de Reconstrucción Financiera, una agencia independiente, tuvieron un coste de 1.300 millones de dólares, lo que en dólares de hoy serían 200.000 millones de dólares (150.000 millones de euros).

Al igual que el paquete británico, la recapitalización del plan de Bush se hará a través de la compra de acciones preferentes. Aún no ha quedado claro si también se suscribirán ampliaciones de capital. Todavía no se ha cerrado ningún trato. El plazo para solicitar ayudas termina el 14 de noviembre, pero la prensa ha publicado que nueve grandes bancos han accedido a vender acciones al Gobierno: Bank of America, Wells Fargo, Citigroup, JP Morgan Chase, Goldman Sachs, Morgan Stanley, Bank of New York Mellon Corp, State Street y Merrill Lynch.

Una diferencia clara con el plan de Londres es que el Tesoro estadounidense no aspira a intervenir en la gestión de estos bancos, ni estará presente en sus consejos. Tampoco se modifican los derechos actuales de los accionistas ordinarios. Eso sí, impondrá limitaciones en las retribuciones de los ejecutivos y será el único que podrá autorizar incrementos de los dividendos durante al menos tres años.

Sea como sea, se trata de una intervención pública radical para un país en el que nacionalización es una palabra que recuerda demasiado al socialismo y es mejor evitar. Pero no es la primera vez que Estados Unidos se atreve a llevar a cabo medidas como ésta. En tiempos de guerra, en 1917, no dudó un minuto en tomar el control de los ferrocarriles para garantizar el abastecimiento de alimentos a la población y el transporte de soldados y armas.

En 1920, estos activos fueron devueltos a sus propietarios, con una compensación. Durante la Segunda Guerra Mundial se volvieron a expropiar temporalmente los ferrocarriles, una docena de compañías y varias minas de carbón. En el sector bancario, el Gobierno estadounidense se hizo en 1984 con una participación del 80% en un banco de Illinois. Más recientemente, bien el Gobierno, bien la Reserva Federal (banco central) han salido al rescate de Bear Stearns, Fannie Fae, Freddie Mac, Merrill Lynch y AIG, aunque dejaron caer a Lehman Brothers.

"El apoyo del capital público es ahora la única opción que queda para que el sector se capitalice suficientemente para eliminar las preocupaciones del mercado sobre la solvencia del sistema financiero", afirma Philip Finch, analista de UBS, grupo que por cierto acaba de recibir una sustanciosa inyección de capital del Estado suizo.

El plan para recapitalizar los bancos con problemas que ahora se negocia incluye, como el británico, una serie de criterios que, de salir todo según lo previsto, pueden convertir esta nacionalización parcial en un negocio.

En primer lugar, el Tesoro podrá mantener las participaciones que adquiera durante tres años, y éstas pagarán dividendos anuales del 5% durante los primeros cinco años y del 9% a partir del sexto ejercicio. Además, el Tesoro también recibirá derechos de compra de acciones ordinarias que podrán ser ejercitados durante 10 años a un precio determinado.

"La nacionalización de parte del sistema bancario en Estados Unidos y Europa puede constituir el momento que marca el principio del fin de la crisis financiera", afirma el analista Philip Finch..

La nacionalización no es la única fórmula elegida para el gran rescate. Los avales para estas deudas se llevan el mayor porcentaje del plan en Europa: el Reino Unido destinará 250.000 millones de libras (320.000 millones de euros); Alemania, 400.000 millones; Francia, 320.000 millones, y España, 100.000 millones.

En el caso español, hay que añadir la creación de un fondo de entre 30.000 y 50.000 millones para comprar activos de máxima calidad, como los llama el Gobierno sin concretar mucho más.

El objetivo está claro. Se ha dicho una y otra vez que ésta es también una crisis de confianza. Los bancos no se fían de nadie, ni siquiera de sí mismos, y no se prestan dinero. El mercado interbancario se ha colapsado. Una buena prueba de ello se vio cuando, hace dos semanas, los bancos centrales bajaron los tipos de interés medio punto en una acción coordinada sin precedentes, pero la bajada no se trasladó al Euríbor.

"Los Gobiernos se han dado cuenta de que no estamos sólo ante un problema de liquidez, sino también de solvencia", opina Manuel Romera, director del sector financiero de la IE Business School de Madrid. "Los avales tienen sentido, pero lo difícil será ver cómo funciona todo: ¿a quién se debe avalar?, ¿a quién no?, en el caso de España, ¿qué activos se deben comprar?".

El éxito del rescate no está garantizado. Al fin y al cabo, los Gobiernos están asumiendo los riesgos que están ahogando a todo el sistema financiero. Si hay que ejecutar dichos avales en grandes cantidades, o si los bancos nacionalizados se van a pique, las consecuencias son potencialmente devastadoras.

Otra cuestión es si el rescate llegará al resto de la economía, porque las crisis financieras se convierten rápidamente en crisis económicas y nadie suele salir al rescate de las fábricas y sus trabajadores. "Un sector financiero que no se compromete con la economía real no vale la pena ser salvado", afirmaba esta semana el diario británico Financial Times en un editorial. De eso dependerá en parte que la crisis sea corta y llevadera, o larga y muy dura.

Si se toma como referente la anterior gran crisis, la de los años treinta, para ver qué puede pasar, no hay muchas razones para el optimismo. Cuando Franklin Delano Roosevelt llegó a la presidencia de Estados Unidos, en 1933, decenas de bancos habían cerrado o impuesto restricciones en la cantidad de dinero que los clientes podían sacar.

"Lo único que hemos de temer es al miedo", declaró. Su primera decisión fue cerrar durante tres días las sucursales bancarias para que los funcionarios estudiaran los libros contables de las entidades. Tras el examen, dijeron qué bancos había que cerrar y cuáles estaban bien.

Eso pareció dar confianza a los estadounidenses, pero tras la crisis bancaria se escondían grandes problemas económicos y al final el sistema se derrumbó al completo. Muchos economistas todavía escriben ensayos sobre si fueron los bancos los que llevaron al país a la crisis o fue al revés. Sea como sea, el mundo no volvió a ver la luz al final del túnel hasta el año 1939.

"Las medidas llegan demasiado tarde para prevenir una recesión", afirma Michael Saunders, analista de Citigroup, en un informe sobre el efecto de los planes de rescate tomados por los países de la zona euro y la inyección de liquidez llevada a cabo por el Banco Central Europeo.

"Las medidas [de la zona euro] aliviarán probablemente la crisis financiera, pero dudamos de que sean lo suficientemente grandes como para estabilizar los mercados", añade el experto. Las garantías aprobadas en los países del euro apenas cubren un 7% de los activos consolidados de la banca de la zona, que suman 23,5 billones.

Pese a las numerosas advertencias (el FMI ya apuntó hace meses que sería necesaria una recapitalización y algunos funcionarios en Japón lo hicieron hace un año), los dirigentes políticos han tardado en reaccionar, aunque pasó lo mismo en las crisis de Suecia y Japón.

Las ayudas pueden devolver un poco de calma, pero los expertos advierten de que no pueden corregir los excesos cometidos en la última década, en la que el sector inmobiliario y las entidades que lo financiaron ganaron mucho dinero, mientras los ciudadanos se endeudaron muy por encima de sus posibilidades gracias a unos tipos de interés bajo mínimos. "Los controles fallaron, porque casi nadie quiso reconocer que había una excesiva acumulación de riesgo", explica Gros. Ahora, la aversión a ese riesgo lo paraliza todo.

¿Otra gran depresión?

Desde Estados Unidos hasta Singapur, la economía está al borde del abismo. ¿Hasta dónde llegará la crisis? Con suerte, será la peor desde los años ochenta, pero algunos economistas temen que sea tan dura como la Gran Depresión de los años treinta, con el cierre de miles de empresas y un aumento récord del paro.

"Ésta es la peor crisis que he visto en mis 50 años de carrera", afirmó la semana pasada William Rhodes, vicepresidente de Citigroup, ante sus compañeros banqueros de Nueva York. "Y todavía tenemos que enfrentarnos a los efectos de la economía real", añadió.

Hay señales de que los dos grandes motores de la economía mundial de los últimos años -el gasto de los consumidores de EE UU y el impulso de las economías emergentes- están echando el freno. Mientras, el patrimonio de los hogares se está esfumando. La reciente semana negra de las bolsas hizo desaparecer 2,6 billones de dólares de la riqueza de los inversores en EE UU.

Habrá que ver qué pasa con el comercio, otro de los indicadores de la marcha de la economía. "La crisis financiera que está afectando a Estados Unidos y Europa impulsarán ciertas actitudes proteccionistas", afirma Katinka Barysch, experta del Centro para la Reforma de Europa, con sede en Londres.

El proteccionismo que siguió al crash bursátil de 1929, explica Barysch, se tradujo en una caída el comercio mundial del 14%. Los expertos prevén que los intercambios internacionales crezcan de media un 4-5% el próximo año, frente al 8% de media registrado en los últimos años.

Además, hay que tener en cuenta que la crisis ha provocado depreciaciones en los activos de los bancos que suman 580.000 millones de dólares (430.000 millones de euros) desde mediados de 2007, según el FMI.